MIXAR LÓPEZ - Periodista y columnista
(@nomenclatura)
¡Qué pobre memoria es aquélla que sólo funciona hacia atrás!, exclamaba Lewis Carroll, yo desde hace tiempo que camino en reversa, a la contraría, hacia el pasado y nunca al presente, en el futuro todo es seguro, irrefutable, nos espera la estupidez y su tecnología, mientras que el pasado vuelve a ser incierto, una y otra vez.
Yo me había salido de la casa de mis padres, el motivo pudo ser cualquiera, un simple y llano disgusto familiar, lo único que sé es que estaba aburrido, rabioso y joven, muy inmaduro como para auscultar las palabras dulces de la madre en decepción. Me fui a alojar a casa de la tía, una anciana que vivía sola en las orillas de las vías del tren; su estancia era pacífica, con altos ventanales que bifurcaban la luz de las seis de la tarde, hora del té. No necesitábamos bombillas, el sol dulcificaba nuestras tazas y hacía que nuestros pasos alcanzaran con seguridad los camastros, tumbas cómodas para dormir en una noche estrellada.
Iba a la universidad, muy temprano por la mañana, cuando tía aún dormía; me vestía casi a oscuras, tomaba café y comía un trozo de pan duro, encendía el televisor para desamodorrarme, no sé por qué siempre la misma canción en MTV durante todo el año 2000: “ Crawling in my deep ”, decía el hombrecillo de las llamas, no, no sólo lo expresaba, lo rasgueaba con una voz de vertedero, proveniente de algún cementerio de Phoenix, la voz perfecta para despertar zombies estudiantiles en la madrugada. Crawling in my deep, berreaba, yo me encaminaba a la uni en el ruta diez, y esa primera frase, la del Chester, se me quedaría incrustada en el hipotálamo durante todo el transcurso. No regresaría nunca a casa, mi tía ha muerto y el autor de esa canción se ahorcó el 20 de julio.
La savia que alimenta la memoria del alma humana casi está seca, aunque la mía sigue intacta, ¿morirá también alguna vez? Por lo pronto rememoro, los recuerdos son lo único que me quedan en este culo del mundo llamado Des Moines, Iowa, una tierra infértil fundada por monjes imbéciles. Evoco, y los recuerdos se remolcan en mi mente, se arrastran en mi piel, como una herida a la que hay que arrojarle cidra para que punce más, porque las memorias deben ser dolorosas, ¿sino para qué recordar, para masturbarse con los ojos cerrados pensando en las piernas del pasado?
Yo lo tuve todo y ahora no tengo nada, me he quedado solo con mis recuerdos y un baúl repleto de papeles inservibles, un tesoro de tickets de trenes, autobuses, aviones, servilletas con números de mujeres, fotografías, cuentas de comidas en restaurantes, bares o tabernas, los papeles de mis fantasmas, aquellos que al quemarlos aparecería la viva imagen de mi persona, arrastrándose al pasado con un humo denso y oscuro, fuego que emana de las manos que han trabajado, que han golpeado rostros de hombres ilusos y que han golpeado el pasado, el pasado que es una retentiva más para vivir en sociedad, por eso me confino a mi memoria, al cuarto o la habitación de mis recuerdos, en los que Chester Bennington le canta a los muertos en Arizona, en los que mi tía prepara un té dulcísimo en la oscuridad de su casa con un tren diezmando el tiempo.
Todos se mueren ya, nadie aguanta el ritmo y la melancolía de esta indiferencia digital, de este presente en que los androides sueñan con ovejas electrónicas. Es increíble cómo sigo vivo, sin mi tía y sin la voz desgarradora de ese hombrecillo por las mañanas, que, aunque no representaba nada para mi persona, me descifraba por completo, un tipo que hablaba de mí, que me solfeaba sólo a mí, que me miraba a los ojos desde el viejo televisor Sony como nunca nadie más lo ha hecho en mi vida, un hombre, el intérprete, el poeta, el prójimo de los tatuajes encendidos y la voz de gorrión muerto, el que me habló un día al amanecer, el que me dijo que hay algo dentro de mí que jala por debajo de la superficie, consumiendo, confundiéndolo todo, y que tenía que encontrarme conmigo mismo, quizá por eso salí algún día de mi casa, y quizá por eso no regresé nunca.
La tía murió y yo tomé un tren al norte, lejos, muy lejos, y corté manzanas y naranjas con estas manos que arden todo el tiempo, y me enfrenté a mis apariciones, y me embriagué con el licor gringo, y me perdí entre los edificios y los ojos claros, y aprendí un lenguaje distinto al mío, pero nunca me convertí en un androide, conservo aún mis memorias y no están en un semiconductor electrónico, sino en mi cerebro y en mi piel, en donde se siguen arrastrando, como coros, pequeños alaridos de un Chester Bennington, y temo que nunca acaben... aunque rezo porque sigan existiendo, dentro, muy dentro de mí.